Durante más de una década, el Papa Francisco protagonizó gestos simbólicos y declaraciones que acercaron a la Iglesia Católica a la comunidad LGBTQ+. Sin embargo, su legado también está marcado por contradicciones doctrinales que han dejado a muchos preguntándose: ¿fue un verdadero avance o solo una apertura parcial?
Desde su emblemática frase en 2013, “¿Quién soy yo para juzgar?”, Francisco sembró esperanza entre quienes anhelaban una Iglesia más inclusiva. Este fue el inicio de un cambio de tono —aunque no necesariamente de doctrina— en la forma en que el Vaticano se relaciona con la diversidad sexual.
En 2020, sorprendió al mundo al apoyar las uniones civiles entre personas del mismo sexo, afirmando que todos “tienen derecho a estar en una familia”. Fue una señal poderosa, especialmente para los creyentes LGBTQ+ que buscaban reconocimiento y dignidad dentro de su fe.
Sin embargo, el pontífice también dejó en claro los límites de su apertura. En documentos como Dignitas Infinita (2024), el Vaticano rechazó prácticas como el cambio de sexo y reafirmó que las bendiciones de uniones homosexuales no deben confundirse con la validación doctrinal del matrimonio.
A pesar de estas tensiones, el paso de Francisco por el Vaticano rompió muchos silencios. Su papado abrió espacio para el diálogo, alentó a sectores progresistas dentro de la Iglesia y, al menos simbólicamente, ofreció una mirada más humana hacia una comunidad históricamente marginada por el discurso religioso.
Hoy, tras su muerte, su legado sigue dividiendo aguas: para algunos, fue el primer Papa que visibilizó a la comunidad LGBTQ+ sin condenarla; para otros, sus gestos fueron insuficientes ante la necesidad de reformas profundas.